Deslizarse dentro del vagón de un tren -en su cabeza lo imaginaba salido de una estética steampunk- y sumergirse en un atardecer terroso de la India al compás de Eric Clapton.
Solía decir que si no podía viajar en el tiempo, iría lo más lejos que su vista alcanzara.
Agobiarse en subterráneos fríos de fluorescentes azules parpadeando en el techo de las mazmorras de hierro y ruedas de una gran ciudad, perderse en la marea de colores vivos de un mercadillo en algún punto exótico del sur, ensarzarse en un combate cuerpo a cuerpo contra las olas de la orilla del Pacífico, tomar un café en las noches bohemias de París, recrear las tertulias literarias del siglo XX, iluminarse con la policromía de los faroles chinos mientras desaparecen en el firmamento asiático. Empaparse de la esencia del último rincón del mundo y salpicarse del folclore que habitara en él.
Quería viajar al pasado cruzando Abbey Road y seguir el rumbo de la música desde que el primer amplificador se enchufara en un oscuro pub de Londres. Quería experimentar riffs desgarradores en la lucha entre el jazz y el rock and roll, pintarse el alma en Woodstock, escupir a la cara del sistema en la revolución del punk e impregnarse del sonido Seattle en el Crocodile Café en pleno auge del grunge.
Las películas estrambóticas de ciencia ficción enseñaban como imposibles portales a otros tiempos y lugares, y Charly se había dado cuenta de que existían y se llamaban arte.
Charly tenía miedo de que lo establecido acabara reinando en su vida. Es lo que le habían enseñado con sus guitarras de cuerdas de acero criadas en el blues de los años 60.