Michael me enseñó que hasta los aeropuertos de la periferia más profunda de Alabama no eran un mal lugar para componer incluso un swing dulce. Que el alma puede alimentarse de rock and roll y que el oxígeno es reemplazable por una bocanada de jazz fresco.
Michael solía vender su alma al diablo todas las noches y al despertarse por la mañana siempre la recuperaba con polvos mágicos. Michael nunca me dejó probarlos.
Me dijo que el alma jamás se rompía, pero que podías espolvorear un poco de ella en todo lo que hacías. Michael sabía cómo llegar al corazón del mundo y hacerlo suyo.
Solía decir que la magia del mundo reside en nosotros mismos y que por eso no podemos verla. Que si estás ciego no ves algo aunque exista.
En las madrugadas de invierno yo solía beber un café con leche para mantenerme despierta mientras él improvisaba unos melancólicos y esqueléticos acordes para versionar una nueva canción de los Beatles. Los demás no importaban aunque estuvieran sentados al lado en el parquet.
Michael fumaba mucho, todos los días y todo lo que podía. Se llenaba el cuerpo de humo y lo expulsaba en forma de canción.
Defendía que el arte se crea para poder expresar aquello que no te cabe más en el corazón y que las palabras solo deslizan un soplo de ello por las rendijas. Que la gente normal no sabía dejarlo salir y explotaba. Explotaba en una mueca gris perpetua, en un abandono del mundo y en una apatía enfermiza.
La sonrisa de Michael no era de este mundo y es algo que he llegado a comprender años después, porque jamás he vuelto a ver una igual.
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